viernes, 13 de mayo de 2011

Aborto y Religión






El impacto en la sociedad argentina del frenesí antiabortista promovido por el Vaticano desde la asunción de Juan Pablo II ilustra una vez más las deficiencias de una república que permite que un principio confesional se imponga como norma para la vida civil. Ese frenesí no tiene precedentes siquiera dentro de la historia de la iglesia: el aborto no forma parte de las cuestiones en las que rige la infalibilidad papal y los debates sobre la condición de persona humana del feto nunca encontraron una respuesta unívoca.

El aborto era sancionado tradicionalmente no como homicidio, sino como pecado sexual: se lo interpretaba como el recurso de una mujer para ocultar su pérdida de virginidad si era soltera; del adulterio si era casada. Sólo en 1869 Pio IX estableció que el aborto en cualquier momento del embarazo era causa de excomunión.

El derecho al aborto, consagrado en el curso de los años ´70 en las legislaciones de los países occidentales desarrollados, fue una reivindicación feminista. No se trataba de "blanquear" los abortos que independientemente del sentimiento o la voluntad de la mujer involucrada servían para eliminar la prueba de relaciones prohibidas o la mella al honor familiar. Se reivindicaba un derecho ganado por mujeres entendidas por primera vez en la historia como sujetos autónomos, dueñas de su sexualidad; un derecho inscripto en la libertad de decidir la maternidad, concebida como posible opción, no como destino o fatalidad biológica y mucho menos como castigo que redimiría a la mujer de su posible goce sexual.

Esa concepción, que dispara al corazón de la lógica patriarcal, es la que la actual campaña "pro vida" quiere erradicar. En efecto, el modelo social postulado por la iglesia tiene como base una célula familiar donde la autoridad es masculina y donde la mujer, definida por su capacidad de renunciamiento, tiene el rol de parir y criar a los hijos. Ese modelo de familia ha estallado ya en Argentina y en todo el mundo occidental, y no solamente debido a la pobreza. Confluyen en su inviabilidad factores sociales múltiples, entre los cuales no son de desdeñar los cambios en las relaciones intergeneracionales y entre mujeres y varones.

Algunos casos

María Ester Aveiro, de la provincia de Misiones, que debía optar entre continuar con su quinto embarazo o con su medicación para la epilepsia. El obispo en persona la comprometió a no abortar a cambio de "ayuda".
En la misma época se conoció el caso de una niña de 13 años alumna de una escuela diferencial, desnutrida, violada en Trelew, que no quería seguir con su embarazo: los médicos se negaron a seguir la indicación del juez y las autoridades eclesiásticas prometieron dinero a los padres para impedir que abortara.


Además, las mujeres que acuden a los hospitales públicos para atenderse de las consecuencias de un aborto clandestino se exponen a ser denunciadas, según el riesgoso precedente que sentó la Corte Suprema de Santa Fe, en agosto de 1998, al fallar contra Mirta Insaurralde, habitante de una villa miseria de Rosario, denunciada por la médica Silvia Cortez, del Hospital provincial del Centenario, que la atendió de las consecuencias de un aborto séptico.

El carácter clandestino de las prácticas abortivas en la Argentina obliga a relativizar las cifras, pero se calcula que hay 700 mil nacimientos y 400 mil abortos anuales, lo que indica gravísimas dificultades de las adolescentes y mujeres para evitar embarazos que no desean; en parte por falta de información, de formación y recursos para acceder a anticonceptivos, pero más profundamente por no sentirse dueñas de su sexualidad y por no lograr imponer sus propias condiciones al entablar relaciones con los varones.

El 70% de las mujeres que mueren como consecuencia de abortos inducidos son pobres. En efecto, para quienes no disponen de los alrededor de 2000 pesos que exige como mínimo un aborto inducido realizado en adecuadas condiciones sanitarias en el circuito clandestino, la penalización de esa práctica significa riesgo de muerte.

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